El brote de COVID-19 y la respuesta global dada para su posible solución han ido acompañados de una sobreabundancia de información, real o falsa, que dificulta la obtención de fuentes fiables y seguras para la orientación sobre la auténtica morbi-mortalidad asociada al SARS-CoV-2. En sentido positivo, y de acuerdo con datos del repositorio en línea de acceso abierto bioRxiv, en un año se han publicado unos 84.000 artículos relacionados con la COVID-19, gracias al trabajo de más de 322.000 autores.
En paralelo, y de acuerdo con ese enfoque, ya en febrero de 2020, el director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, señaló que una de las muchas batallas simultáneas a ganar frente a la COVID-19 era la batalla de las ‘fake-news’, contra la información sanitaria errónea. Como reconoció, “no solo estamos luchando contra una epidemia; estamos luchando contra una infodemia. Las noticias falsas se propagan más rápido y más fácilmente que este virus y son igualmente peligrosas“.
El enfoque de la ciencia para la lucha contra dicha infodemia consiste en extraer la verdad, entendida como certidumbre de una realidad universal, objetiva, observable y verificable empíricamente, sin entrar en su bondad/maldad.
A la medicina le interesa la veracidad de los resultados para poder gestionar nuestra vida cotidiana, caso a caso, y ahí la subjetividad no tiene por qué ser negativa (cada paciente es un mundo, con respuestas distintas, que hacen que cada caso sea único).
Por el contrario, la política solo reconoce la verosimilitud, que es la apariencia de que algo sea verdadero, porque en su mundo la verdad es una concepción dinámica, utilitaria y unilateral.
Ciencia, medicina y política: imprescindibles e inmiscibles
A partir de esos diversos enfoques, la humanidad ha progresado y sigue progresando en el conocimiento de la realidad (pre y post COVID-19), para dominar las pandemias y soslayar las dificultades que cada día se presentan.
De un lado, la historia de la ciencia corre en paralelo a la historia del librepensamiento. Gracias a la acción inteligente y lúcida del pensamiento, nos podemos enfocar en la comprensión de las cosas y de los acontecimientos.
Para muchos filósofos antiguos, como Aristóteles y Santo Tomás, debe regir el principio ‘adaequatio rei et intellectus’, según el cual la verdad radica en la correspondencia entre las ideas y las cosas, por lo que debería coincidir con la noción de realidad.
Ello conllevaría la adecuación del conocimiento (científico) a la realidad (sanitaria), para lograr las herramientas (políticas) necesarias de procesamiento y análisis. Y es que la verdad no se alcanza solamente gracias al entendimiento y a la razón, sino que la experiencia juega un papel fundamental.
Allí entraría en juego, por ejemplo, el desarrollo de la experiencia clínica mediante el perfeccionamiento, a nivel personal y profesional, del personal sanitario, que juega un papel fundamental para que la sociedad alcance sus objetivos de salud de un modo más eficaz. Así, resulta fundamental la búsqueda incesante del camino más conveniente para alcanzar dichos objetivos, usando sus propias técnicas y habilidades, porque a medida que la pandemia global se agudiza, el coste humano frente a la COVID-19 aumenta.
En definitiva, la política hace uso de una justificación válida para adecuar sus decisiones a la situación de cada momento. Para ello, en muchas ocasiones se apoya en meras extrapolaciones, aprovechando que nadie tiene un manual de instrucciones que indique las condiciones que invalidan tal justificación.
Por su lado, la medicina hace uso del conocimiento válido, entendido como el saber aceptado o reconocido como verdad por una comunidad científica, técnica o social, de acuerdo con criterios específicos enfocados hacia la salvaguardia del derecho a la protección de la salud y a la atención sanitaria como fin supremo.
Finalmente, la ciencia se basa en el razonamiento válido para entender y ordenar las causas de cada realidad. No obstante, un razonamiento puede ser válido pero falso, ya que, aun siendo (aparentemente) lógico, puede no ser verdadero (la luz ultravioleta ‘mata’ al virus, ¡irradiemos a los pacientes!, según propuso Donald Trump).
Es por eso que el científico se limita a valorar datos, nunca a juzgar opiniones. En ese sentido, podríamos ver a la ciencia como una actividad absolutamente democrática, ya que otorga exactamente el mismo valor a todas y cada una de las opiniones de sus miembros (ya sea un premio Nobel o un humilde doctorando), esto es, absolutamente ningún valor. Para la ciencia, ni la convicción ni la intuición ni la fe ni (menos aún) las opiniones especulativas y dogmáticas pueden tomarse como prueba, demostración o evidencia de nada.
Consecuentemente, el conocimiento médico-científico solo se asienta a base de ir descubriendo cientos, incluso miles, de verdades incompletas y relativas que nos conducen solo a aproximaciones, vitales para el desarrollo progresivo de un inagotable conocimiento humano.
Por el contrario, la (mala) política vive de mitos, verdades absolutas y bulos poco científicos, aprovechando (y, a veces, aprovechándose de) una población ávida de soluciones milagro, que prometan lo que nadie puede cumplir, al dar por hecho la existencia de una ficticia (aunque confortable) inmutabilidad de los conocimientos humanos. Ello se consigue gracias a un ‘conocimiento científico’, aparentemente experto y fiel a sus intereses, para poder definir por decreto el pretendidamente científico oxímoron ‘nueva normalidad’ (¿o quizás solo se debería decir ‘nueva normativa’?).
Afortunadamente, el método científico no depende de ninguna organización o gobierno, es libre para todo el mundo y comprobable para cualquier persona, aunque la población general (incluyendo dirigentes, normalmente más interesados en el derecho y las finanzas que en la experimentación científica) no suele tener capacidad para llevar a cabo un enfoque sistemático de toma de decisiones relacionadas con la salud. Muchas personas se basan únicamente en su intuición y caen presas de prejuicios sin sentido, eligiendo cualquier nueva información que refuerce sus creencias previas, en lugar de mirar los datos de manera objetiva. En el fondo, la verdad científica no les importa (ni la comprenden).
Pero el científico solo debe ser responsable de lo que dice, no de lo que la gente entiende. Consecuentemente, la decisión de creer las recomendaciones de los profesionales es totalmente personal. Desafortunadamente, médicos y científicos que toman partido, como expertos, en debates que deberían restringirse al ámbito político, pueden perder la presunción de imparcialidad y, por consiguiente, se debe poner su credibilidad en entredicho.
En consecuencia, lo único que podemos afirmar es que no hay auténticos expertos en el tratamiento de esta pandemia. En todo caso se podrán localizar especialistas capaces de aprender (rápido), compartir tiempo (largo) y trabajar (duro) con investigadores básicos, para sacar su investigación del laboratorio y ponerla en primera línea de la lucha contra la COVID-19; con epidemiólogos competentes para extrapolar su experiencia en anteriores epidemias, con personal sanitario capacitado para adecuar el uso de los siempre escasos recursos médicos disponibles; con analistas en inteligencia artificial y matemáticos capaces de visualizar los vínculos entre el movimiento y el caos; con biotecnólogos que puedan desarrollar eficientes procesos de producción de vacunas; e incluso con filósofos aptos para analizar la repercusión ética de lo que se hace y de lo que se pospone.
En definitiva, la principal diferencia entre los hechos científicos y los postulados políticos es que estos últimos siempre necesitan parecer reales, aunque no tengan sentido.
El mundo real
No sería justo perder de vista que, a veces, los científicos también sobreestiman el valor de las descripciones racionales, infravalorando el peso de la aleatoriedad en los datos que recogen.
Es lo que Sydney Brenner, Nobel de Medicina 2002, llamó la Escoba de Occam: barrer bajo la alfombra los datos ‘desagradables’ que resultan inconvenientes para la hipótesis que se quiere sostener. En ese sentido, debería ser absolutamente inaceptable que cualquiera de los actores involucrados en la solución de la pandemia pudiese estar más preocupado por reparar su imagen social o el dividendo de sus acciones que por tomar medidas para solucionar posibles daños causados por su comportamiento y/o inacción.
De lo anterior podemos inferir que la experimentación controlada de la ciencia está, quizás, sobrevalorada (o infraentendida) en muchos aspectos. No es la panacea; solo permite conocer y predecir con certeza lo que es falso o qué hipótesis son equivocadas, mientras que la auténtica representación de la realidad, como verdad inalterable, a veces escapa del alcance de sus experimentos.
Por ello, aun reconociendo el sobreesfuerzo investigador y clínico realizado, ahora nos enfrentamos a otra cruda realidad: para lograr una inmunización eficaz e interrumpir la transmisión de la enfermedad, debería vacunarse al 70% de la población mundial. Para ello, habrá que fabricar rápidamente unos 5.000 millones de vacunas, en caso de dosis única (10.000 millones en el actual escenario de vacunas, cuya eficacia requiere dos dosis). En ese sentido, según un estudio publicado en el número de julio de 2017 de la revista especializada Vaccine, en los Estados Unidos, la empresa que ponga en marcha una planta de producción de vacunas monovalentes debería hacer frente a unos costes que se calculan entre 50 y 500 millones de dólares (sin contar la formación necesaria para el personal que pueda atender esas plantas).
¿Solo una cuestión de dinero? Según datos de la IFPMA (International Federation of Pharmaceutical Manufacturers and Associations), la capacidad actual de fabricación de vacunas en el mundo se sitúa en torno a los 5.000 millones anuales de dosis (que cubren las necesidades cotidianas de vacunas rutinarias contra la gripe, infantiles, etc.). Si queremos producir rápidamente todas las vacunas COVID-19 necesarias sin reducir ninguna otra capacidad de fabricación, se deberá duplicar (o incluso triplicar) la producción actual de vacunas. Pero, hasta la fecha, se vienen necesitando entre cinco y diez años para diseñar, construir y certificar una nueva planta de fabricación de vacunas (a lo que se sumaría la incertidumbre sobre el posible retorno de la inversión) para el desarrollo de la infraestructura necesaria y, aunque en menos de 20 años los virus con potencial pandémico han sido recurrentes (gripe A, SARS, MERS o COVID-19), se desconoce cuál será la situación pandémica real dentro de unos años.
Consecuentemente, lo más importante para alcanzar una solución viable para esta y/o futuras pandemias, es ser capaces de anticiparnos al problema mediante la colaboración, la innovación y la flexibilidad. Además, los pacientes (reales o potenciales) también tenemos nuestra responsabilidad, porque a nosotros corresponde otorgar la confianza solo a quien la merece.
El futuro siempre está por hacer, aunque solamente lograremos superar esos cambios sin precedentes si conseguimos convertir lo imprevisto en posible, para poder transformar lo posible en probable. Porque como dijo Don Quijote de la Mancha (1ª parte. Capítulo XVIII), “Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas”.
Nombre | Juan Antonio Díaz y Carlos Hernández |
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Empresa | Oxoprobics y Facultad de Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad Pontificia Comillas, respectivamente |
Cargo | CEO y co-fundador, y profesor colaborador, respectivamente |
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